miércoles, 29 de agosto de 2007

Juan Bosch - El Caribe Frontera Imperial - capítulo 1 - 1970

Juan Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial.Ediciones Alfaguara, S.a., Barcelona, 1970.
Capítulo I
UNA FRONTERA DE CINCO SIGLOS
El Caribe está entre los lugares de la tierra que han sido destinados por su posición geográfica y su naturaleza privilegiada para ser fronteras de dos o más imperios. Ese destino lo ha hecho objeto de la codicia de los poderes más grandes de Occidente y teatro de la violencia desatada entre ellos.
Hasta el momento está por hacer un estudio de geografía económica que abarque el conjunto de los países del Caribe. Sin embargo muchas gentes tienen una idea más o menos acertada sobre la región; conocen por sí mismas, de oídas o a través de lecturas, la variedad de sus climas, la abundancia y la bondad de sus puertos y sus aguas y la hermosura de sus tierras. Se sabe que, además de hermosas, esas tierras son de excelente calidad para la producción de la caña de azúcar, de maderas, tabaco, cacao, café, ganados. En los últimos cincuenta años la imagen de la riqueza del Caribe se multiplicó, pues se vio que además de cacao, café, tabaco y caña de azúcar, allí había criaderos casi inagotables de petróleo, de bauxita, de hierro, de níquel, de manganeso y de otros metales valiosos.
Tan pronto se conoció la calidad y la riqueza de esas tierras se despertó el interés de los imperios occidentales por establecerse en ellas. Cada imperio quiso adueñarse de una o más islas, de alguno o de varios de sus territorios, a fin de producir allí los artículos de la zona tropical que no podían producir en sus metrópolis o a fin de tener el dominio de sus depósitos de minerales y de las comunicaciones marítimas entre América y Europa.
La historia del Caribe es la historia de las luchas de los imperios contra los pueblos de la región para arrebatarles sus ricas tierras; es también la historia de las luchas de los imperios, unos contra otros, para arrebatarse porciones de lo que cada uno de ellos había conquistado; y es por último la historia de los pueblos del Caribe para libertarse de sus amos imperiales.
Si no se estudia la historia del Caribe a partir de este criterio no será fácil comprender por qué ese mar americano ha tenido y tiene tanta importancia en el juego de la política mundial; por qué en esa región no ha habido paz durante siglos y por qué no va a haberla mientras no desaparezcan las condiciones que han provocado el desasosiego. En suma, si no vemos su historia como resultado de esas luchas no será posible comprender cuáles son las razones de lo que ha sucedido en el Caribe desde los días de Colón hasta los de Fidel Castro, ni será posible prever lo que va a suceder allí en los años por venir.
La conquista del Caribe por parte de los muchos imperios que han caído sobre él causó la casi total desaparición de los indígenas en la región y la desaparición total de ellos en las islas, y causó, desde luego, las naturales sublevaciones de unos pueblos que se negaban a ser esclavizados y exterminados en sus propias tierras por extraños que habían llegado de países lejanos y desconocidos. Esa conquista causó la llegada a la fuerza y la subsiguiente expansión demográfica de los negros africanos, conducidos al Caribe en condición de esclavos, y causó sus terribles y justas rebeliones, que produjeron inmensas pérdidas de vidas y bienes. Las actividades de los imperios han provocado guerras civiles y revoluciones que han trastornado el desenvolvimiento, natural de los países del Caribe, y ese trastorno ha impedido su desarrollo económico, social y político.
Algunas de las revoluciones del Caribe, como la de Haití y la de Venezuela, dieron lugar a matanzas que asombran a los estudiosos de tales acontecimientos, y desataron fuerzas que operaron o se reflejaron en países lejanos. La violencia con que han luchado los pueblos del Caribe contra los imperios que los han gobernado da la medida de la fiereza de su odio a los opresores. Los pueblos del Caribe han llegado en el pasado, y sin duda están dispuestos a llegar en el porvenir, a todos los límites con tal de verse libres del sometimiento a que los han sujetado y los sujetan los imperios. Sólo si se comprende esto puede uno explicarse que Cuba haya venido a ser un país comunista.
Lo que cada pueblo puede dar de sí, económica, política, culturalmente, viene determinado por lo que ha recibido en el pasado, por la calidad de las fuerzas que lo han conformado e integrado. Las fuerzas que han actuado y están actuando en el Caribe han sido demasiado a menudo ciegas, crueles y explotadoras. Nadie puede esperar que los pueblos formados e integrados por ellas sean modelos de buenas cualidades.
Los Estados Unidos fueron el último de los imperios que se lanzó a la conquista del Caribe, y a pesar de que sus antecesores les llevaban varios siglos de ventaja en esa tarea, han actuado con tanta frecuencia y con tanto poderío, que poseen total o parcialmente islas y territorios que fueron españoles, daneses o colombianos. Hasta en la Cuba comunista mantienen la base naval y militar de Guantánamo.
Además de usar todos los métodos de penetración y conquista que usaron sus antecesores en la región, los Estados Unidos pusieron en práctica algunos que no se conocían en el Caribe, aunque ya los habían padecido, en el continente del norte, España en el caso de las Floridas y México en el caso de Texas. En el Caribe nadie había aplicado el método de la subversión para desmembrar un país y establecer una república títere en lo que había sido una provincia del país desmembrado. Eso hicieron los Estados Unidos con Colombia en el caso de su provincia de Panamá.
Lo que da al episodio panameño de la política imperial norteamericana en el Caribe un tono de escándalo sin paralelo en la historia de las relaciones internacionales, es que Panamá fue creada república mediante una subversión organizada y dirigida por el Presidente de los Estados Unidos en persona, y lo hizo no ya sólo para tener en sus manos una república dócil, por débil, sino para disponer en provecho de su país de una parte de esa pequeña república. Esa parte —la llamada zona del canal— fue dada a los Estados Unidos por los panameños en pago de los servicios prestados por el gobierno de Theodore Roosevelt en la tarea de desmembrar a Colombia y de impedirle defenderse. En la porción de territorio obtenido en forma tan tortuosa construyeron los norteamericanos el canal de Panamá y establecieron la llamada Zona del Canal. Esa zona es, a ambos lados y a todo lo largo del canal, una base militar. Además, el canal es propiedad de una compañía comercial, la cual, a su vez, es propiedad del gobierno de los Estados Unidos. Es difícil concebir un procedimiento más audaz para violar las normas de las relaciones internacionales. Arrebatar a un país una provincia y crear en esa provincia una república para obtener de ésta una porción, que además la corta por la mitad, era algo que el mundo no había visto antes. Su antecedente —el caso de Tejas— no llegó a tanto.
Los Estados Unidos iniciaron en el Caribe la política de la subversión organizada y dirigida por sus más altos funcionarios, por sus representantes diplomáticos o sus agentes secretos; y ensayaron también la división de países que se habían integrado en largo tiempo y a costa de muchas penalidades. El mundo no acertó a darse cuenta a tiempo de los peligros que había para cualquier país de la tierra en la práctica de esos nuevos métodos imperiales, y sucedió que años más tarde la práctica de la subversión se había extendido a varios continentes y el procedimiento de dividir naciones se aplicaba en Asia. Donde durante largos siglos había habido una China, donde había habido una Corea y una Indochina, acabó habiendo dos Chinas, dos Coreas, dos Vietnam, cada una en guerra contra su homónima.
Después de la guerra mundial de 1914-1918, los líderes más sensibles a la opinión pública —lo mismo en Europa que en los Estados Unidos— comenzaron a aceptar la idea de que había llegado la hora de poner fin al sistema colonial, tan en auge en el siglo xix. Se pensaba, con cierta dosis de razón, que la enorme matanza de la guerra se había desatado debido principalmente a la competencia entre los imperios por los territorios coloniales. Al terminar la segunda guerra —la de 1939-1945— comenzaron las de Indochina y Argelia, lo cual reforzó la posición anticolonialista de pueblos y gobiernos en todo el mundo. En consecuencia, Francia e Inglaterra, grandes imperios tradicionales, iniciaron la política de la descolonización, que alcanzó al Caribe algunos años después.
La descolonización comenzó a ser aplicada en territorios ingleses del Caribe, y en cierta medida también en las islas holandesas y francesas; y lógicamente nadie podía esperar que después de iniciada esa etapa, nueva en la historia, volverían a usarse los ejércitos para imponer la voluntad imperial en el Caribe.
Pero volvieron a usarse.
Cuando se produjo la revolución dominicana de 1965, y con ella el desplome del ejército de Trujillo —que era una dependencia virtual de las fuerzas armadas norteamericanas— los Estados Unidos desafiaron la opinión pública mundial, olvidaron más de treinta años de lo que ellos mismos habían llamado política del Buen Vecino y Alianza para el Progreso, resolvieron violar el pacto múltiple de no intervención que habían firmado libremente con todos los países de América, y desembarcaron en Santo Domingo su infantería de Marina.
Santo Domingo es un país del Caribe y el Caribe seguía siendo en el año 1965 una frontera imperial, la frontera del imperio americano. Esa circunstancia justificaba a los ojos del poder interventor —y de muchos otros poderes— la intervención norteamericana en Santo Domingo. Pues una frontera —como se sabe— es una línea que demarca el límite exterior de un país, y todo país tiene derecho a defenderse si es atacado. Y pues Santo Domingo es parte de la frontera imperial, a los ojos del imperio y de sus partidarios era lógico y justo que ese pequeño país padeciera su sino de tierra fronteriza.
Claro que sería ridículo ponerse a pensar, siquiera, cómo se hubieran desarrollado los pueblos del Caribe de no haber sido las víctimas de los imperios que han operado en ese mar de América. Si España no hubiera descubierto y conquistado el Caribe, y si no hubiesen intervenido allí los ingleses o los franceses o los portugueses, ¿qué rumbo habrían tomado esos pueblos?
Pero es el caso que la historia se hace, no se imagina, y España llegó al Caribe, y con ella los hombres, la organización social, las ideas, los hábitos y los problemas de Occidente. Uno de esos problemas, el que más ha afectado la vida del Caribe, fue la lucha entre los imperios, su debate armado dirigido a la conquista de tierras nuevas y a su explotación mediante el uso de esclavos y a través del mando rígido, en lo político y en lo militar, de los territorios conquistados. Los esclavos podían ser indios, blancos o negros. Inglaterra usó en las islas de Barlovento esclavos blancos, irlandeses e ingleses, mantenidos en esclavitud bajo la apariencia de "sirvientes" (white servants). Estos esclavos blancos se comportaban en horas de crisis igual que los indios y los negros; se ponían de parte de los que atacaban las islas inglesas o simplemente peleaban por conquistar su libertad. Por ejemplo, cuando la isla de Nevis fue atacada por una flota española en septiembre de 1629, los llamados "sirvientes" que formaban parte de la milicia colonial inglesa desertaron y se pasaron a los españoles a los gritos de "¡Libertad, dichosa libertad!"; y en otros casos se comportaron en igual forma o en franca rebeldía.
Decíamos que España llegó al Caribe; tras España llegaron Francia, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Escocia, Suecia, Estados Unidos, y trataron de llegar los latvios; y fueron llevados negros africanos; y los indios arauacos, los ciguayos, los siboneyes, los guanatahibes y tantos otros de los que habitaban las grandes Antillas fueron exterminados ; y los caribes pelearon de isla en isla, a partir de Puerto Rico hacia el sur, con tanto denuedo y tesón que todavía en 1797 atacaban a los ingleses en San Vicente. En el siglo XIX se llevaron a Cuba, como semiesclavos, indios mayas de Yucatán, chinos de las colonias portuguesas de Asia; a Trinidad y a otras islas inglesas llegaron miles de chinos y de hindúes.
Todo ese amasijo de razas, con sus lenguas y sus hábitos y tradiciones y las medidas políticas, a menudo turbias, que hacían falta para mantener el dominio sobre ese amasijo, tenían necesariamente que producir lo que ha sido y es —y lo que sin duda será durante algún tiempo— el difícil mundo del Caribe: un espejo de revueltas, inestabilidad y escaso desarrollo general.
Sin embargo el observador inteligente se fijará en que no todos los países del Caribe son ejemplos extremos de inestabilidad, y se preguntará por qué sucede así. En el Caribe hay países cuyos grados de turbulencia son distintos. Veamos el caso de Costa Rica.
A menudo se alega que Costa Rica es más tranquilo y más organizado que sus vecinos de la América Central, que Santo Domingo, Haití, Venezuela o Cuba, debido a que su población es predominantemente blanca, lo que no sucede en los países mencionados. Pero entonces habría que preguntarse por qué los ingleses tuvieron una revolución sangrienta en el siglo XVII; por qué los franceses produjeron la espantosa revolución de 1789 y las revueltas de 1830 y 1844 y el alzamiento de la Comuna en 1870; por qué los norteamericanos hicieron la revolución contra Inglaterra y la guerra civil del siglo XIX; por qué Alemania ha iniciado las mayores turbulencias de Europa, esto es, las guerras de 1870, de 1914 y de 1945, y por qué se organizó allí el nazismo, con su secuela de millones de judíos horneados hasta la muerte. Todos ésos eran y son países blancos y además están entre los más civilizados del mundo. (En los Estados Unidos había negros, pero no desataron ninguna de las dos revoluciones norteamericanas y ni siquiera participaron en ellas.) Si la inestabilidad de los países del Caribe tuviera algo que ver con la presencia de sangre negra o de otros orígenes en la composición de sus pueblos, habría que hacer una pregunta que seguramente ninguno de los imperios podría contestar. La pregunta es ésta: ¿Quién llevó a los negros, a los chinos y a los hindúes al Caribe? Los llevaron los imperios. Luego, si se aceptara la tesis de que las sangres mezcladas producen pueblos incapaces de vivir civilizadamente, los imperios tendrían la responsabilidad por lo que ha estado sucediendo y por lo que sucederá en el Caribe.
El observador inteligente que haya advertido la diferencia que hay entre Costa Rica y sus vecinos de la región, observará que a Costa Rica no ha llegado nunca un ejército imperial, ni siquiera el español; de manera que por azares de la historia, aunque el imperialismo en su forma económica —y con sus consecuencias políticas— ha estado operando en Costa Rica desde hace casi un siglo, ese pequeño país del Caribe se ha visto libre de los gérmenes malsanos que deja tras sí una intervención militar extranjera. Costa Rica es un pueblo que se formó a partir de un pequeño núcleo de españoles, establecido en el siglo XVI en un territorio que se mantuvo aislado largo tiempo, y la formación del pueblo costarricense no fue desviada, por lo menos en sus orígenes, por intromisión de poderes militares de los imperios.
En el extremo opuesto, en cuanto a causas, se halla Puerto Rico. Puerto Rico no se rebeló contra España. En 1898, Puerto Rico pasó a poder de los Estados Unidos sin que su pueblo hiciera ningún esfuerzo ni por seguir siendo español ni por ayudar a la derrota de los españoles. La isla pasó de un imperio a otro como si a su pueblo le tuviera sin cuidado ese cambio. Sin embargo en Puerto Rico había habido conspiraciones contra el poder español, aunque no pasaron de ser obra de grupos muy pequeños; y ha habido luchas contra los Estados Unidos, pero también llevadas a efecto por sectores pequeños y tardíamente, cuando ya era imposible desafiar con probabilidades de éxito el poderío imperial norteamericano.
Los puertorriqueños lucharon braviamente por España en los días de Drake, de Cumberland y de Henrico, cuando ingleses y holandeses quisieron arrebatarle la isla a España. Ahora bien, España convirtió a la isla en una fortaleza militar, un bastión de su imperio que era prácticamente inexpugnable, como puede verlo cualquier viajero que vaya a Puerto Rico y se detenga frente a los poderosos fuertes que defendían a San Juan. El puertorriqueño no podía rebelarse porque vivía inmerso en un ambiente de poder militar qué lo paralizaba. A su turno, los norteamericanos hicieron lo mismo. Puerto Rico quedó convertido en una formidable base militar de los Estados Unidos y resulta difícil hacerse siquiera a la idea de que ese poderío puede ser derrotado por los puertorriqueños mediante una confrontación armada. Sin embargo Puerto Rico ha conservado su lengua y sus hábitos de pueblo diferente al norteamericano; ha mantenido su personalidad nacional con tanto tesón que el observador sólo puede explicárselo como una respuesta a un reto. Es como si los puertorriqueños se hubieran planteado ante sí mismos el problema de su supervivencia como pueblo y hubieran resuelto que ni aun todo el poder de Norteamérica, el más grande que ha conocido la historia humana, podrá hacerles cambiar su naturaleza nacional.
Hay países del Caribe donde al parecer nunca hubo convulsiones; tal es el caso de las islas inglesas, como Jamaica, Barbados, Trinidad y tantas más. Pero cuando se entra en el estudio de su historia se advierte que las islas inglesas del Caribe fueron factorías azucareras organizadas sobre el esquema de amos blancos y esclavos negros, y que en casi todas, si no en todas, hubo sublevaciones de esclavos, y aun de "sirvientes" blancos, como hemos dicho ya. Esas sublevaciones fueron aniquiladas siempre con rigor típicamente inglés, es decir, sin llegar a los límites de la hecatombe pero sin quedarse detrás del límite del castigo que sirviera como ejemplo. Por lo demás, en muchas de esas islas —por no decir en todas— hubo choques, a veces muy repetidos y casi siempre muy violentos, con otros poderes imperiales. De manera que la historia de esas islas no es tan plácida como suponen los que no la conocen.
Hubo otras colonias, como las danesas en las Islas Vírgenes o las de Holanda en Sotavento, que se mantuvieron —y se mantienen— en un estado de tranquilidad. Pero debemos observar que la isla más importante de las primeras y la más importante de las segundas —Santomas y Curazao, respectivamente— fueron abiertas al comercio como puertos libres casi desde el momento en que los imperios se establecieron en ellas; y esa condición de puertos libres les confirió categoría de territorios neutrales, respetados por todos los contendientes. En el caso de Santomas, vendida junto con el grupo de las Vírgenes a Estados Unidos en 1917, siguió siendo puerto libre bajo Norteamérica, y todavía lo es. De todos modos, conviene recordar que en Curazao hubo por lo menos dos rebeliones de esclavos, una en 1750 y otra en 1795, y algo parecido sucedió en Santomas, si bien no fueron realmente serias. Por lo que respecta a las otras islas Vírgenes y a las de Sotavento, son tan pequeñas y su población fue tan escasa en los días álgidos de las luchas imperiales, que mal podían darse disturbios en ellas. Otro tanto sucede con varias islas mínimas de Holanda, Francia e Inglaterra en el área de Barlovento.
Digamos, porque es importante tenerlo en cuenta, que el lanzamiento de una fuerza militar sobre un país, grande o pequeño, es siempre la expresión armada de una crisis. Puede ser que a su vez esa crisis genere otras, pero no estamos en el caso de estudiar la cadena o las cadenas de acontecimientos desatados en el Caribe por esta o aquella agresión militar. El que se propusiera hacer la historia de una frontera imperial tan vasta y tan compleja como es el Caribe con el plan de relatar uno por uno todos los episodios de tipo económico, social, político y de otra índole que han estado envueltos en esa historia de tantos siglos, necesitaría dedicar su vida entera a esa tarea. Para la ambición del autor es bastante —y puede que sea demasiado para su capacidad— ceñirse a exponer los momentos críticos, es decir, aquellos en que se lanzó un ataque militar o se realizó la conquista de un territorio de la región o aquellos en que se obtuvo un resultado parecido con otros medios que los militares.
El solo relato de esos momentos culminantes del debate armado de los imperios en las tierras del Caribe puede parecer a menudo la invención de un novelista. En verdad, causa sorpresa recorrer la historia del Caribe en conjunto —no un episodio ahora y otro mañana, uno en este país y otro en aquel—, organizada sobre un esquema lógico. Esa historia sorprende porque ni aun nosotros mismos, los hombres y las mujeres del Caribe, acertamos a percibirla en toda su dramática intensidad debido a que la estudiamos en porciones separadas. Es como si en medio de una epidemia que ha estado asolando la ciudad, cada uno alcanzara a darse cuenta nada más de los enfermos y los muertos que ha habido en su familia.
La aparición de propósitos, voluntad y planes imperiales en países de Europa fue un hecho que obedeció a un conjunto de causas. Pero a un solo conjunto. Que ese único fenómeno producido por ese único conjunto de causas se manifestara por diversas vías, no implica que tuviera varios orígenes. Hubo imperio inglés, imperio holandés, imperio francés, porque Europa —es decir, Occidente— estaba dividida en varias naciones y cada una de ellas quiso ejercer en su exclusivo provecho las facultades que le proporcionaba el fenómeno histórico llamado imperialismo. Pero como el origen de ese fenómeno era uno solo, sus resultados en el Caribe obedecían a una misma y sola fuerza histórica. El Caribe fue conquistado y convertido en un escenario de debates armados de los imperios —y por tanto, en frontera imperial— debido a que la historia de Europa produjo de su seno el imperialismo, y el imperialismo era una corriente histórica, no muchas.
En buena lógica, pues, no debe verse a ningún país del Caribe aislado de los demás. Todos surgieron a la vida histórica occidental debido a una misma y sola causa, y todos han sido arrastrados a lo largo de los siglos por una misma y sola fuerza, aunque en ciertas tierras esa fuerza hablara inglés y en otras francés y en otras español. Al verlos en conjunto, la verdadera dimensión del drama histórico del Caribe se nos presenta con una estatura agobiante; y al conocer su drama mediante una exposición organizada según las líneas profundas que lo produjeron —esto es, las líneas de las luchas imperiales— se comprende con meridiana claridad por qué en el Caribe se ha derramado tanta sangre y se han aniquilado pueblos, esfuerzos y esperanzas.
Al entrar en el ámbito de Occidente, el Caribe pasó a sufrir los resultados de las luchas europeas, y a su vez esas luchas eran batallas inter-imperiales. Si esas luchas, reflejadas en el Caribe, tuvieron en la región del Caribe consecuencias diferentes a las que tuvieron en Europa, ello se debió a las condiciones especiales de sus tierras, que eran apropiadas para la producción de artículos que no podían obtenerse en Europa; y también se debió al hecho de que en este o en aquel momento, tal o cual imperio no podía defender al mismo tiempo su territorio metropolitano y su territorio colonial. Pero al cabo, esos fueron detalles de poca importancia en una batalla de gigantes provocada por la aparición del imperialismo. El apetito imperial apareció y actuó en Europa y rebotó en el Caribe, y los efectos de su acción en el Caribe impidieron la formación natural y sana de sociedades que pudieran defenderse, a su turno, de los efectos de nuevas luchas. De todas maneras, el hecho es que todos los países del Caribe son hijos de un mismo acontecimiento histórico, y hay que verlos unidos en su origen y en su destino.
Curiosamente, el país que llevó Occidente al Caribe —o que introdujo al Caribe en Occidente— no era un imperio en el sentido cabal del término, puesto que no lo era ni económica ni socialmente. España descubrió el Caribe y conquistó algunas de sus tierras, pero no pudo conquistarlas todas porque sus fuerzas no le alcanzaban para tanto, y no pudo defender toda la región porque España no era un imperio ni siquiera en el orden militar.
Muchas de las acusaciones que se le han hecho a España debido al comportamiento de los españoles en América se han basado en una incomprensión casi total de la situación de España en esos años, y muchos de los elogios que se han hecho acerca de la conducta del Estado español —o para hablar con más propiedad, de la Corona de Castilla— en relación con los hechos de la Conquista, se han debido también a la misma falta de comprensión. Para aclarar lo que acabamos de decir hay que establecer ciertos puntos de partida.
En primer lugar, España, tal como la conocemos ahora —que es tal como se conocía desde mediados del siglo XVI— no era un reino en 1492; era la suma de dos reinos: el de Castilla, cuya soberana era Isabel la Católica, y el de Aragón, cuyo rey era Fernando V. Los dos reinos estaban unidos en la medida en que lo estaban sus reyes, pero cada uno tenía sus leyes propias, su organización social, sus fondos públicos, sus cuerpos representativos. Isabel gobernaba en Castilla, no en Aragón; y Fernando gobernaba en Aragón, no en Castilla. Aragón y Castilla vendrían a tener un Rey común, pero no a ser un Estado unitario, sólo cuando las dos coronas se unieran, lo que vino a ocurrir, en verdad, bajo Carlos I de España y V de Alemania; y pasaría a ser un Estado unitario dos siglos después, bajo Felipe V, el primero de los reyes Borbones de España.
Ahora bien, de los dos reinos que había en España en los días del Descubrimiento, el que tenía poder sobre América —y el Caribe— era Castilla. Fue Castilla quien descubrió, conquistó y organizó el Nuevo Mundo; y ese Nuevo Mundo fue organizado a imagen y semejanza de su conquistador y organizador. A tal punto fue Castilla la que llevó a cabo esa tarea y la que tenía poderes sobre el Nuevo Mundo, que en los primeros treinta años que siguieron al Descubrimiento sólo los castellanos podían ir a América; los aragoneses —entre los que se hallaban los catalanes, los valencianos, los murcianos y los vasallos de Fernando V en otras regiones europeas, como Napóles y las dos Sicilias—, podían pasar a América si obtenían dispensas reales, es decir, si se les concedía un privilegio para pasar al Nuevo Mundo; pues en lo que tocaba a América, un subdito del reino de Aragón era igual a un extranjero.
Pues bien, de esos dos reinos que había en España al final del siglo XV, Castilla era el más retrasado en el orden de la evolución social; y esto tiene que ser explicado brevemente.
Lo sociedad europea, de la que Castilla y Aragón eran parte cuando se produjo el Descubrimiento, había perdido sus formas económicas y sociales al quedar liquidado el Imperio de Roma, y se reorganizó lenta y trabajosamente dentro de las formas de lo que hoy llamamos, tal vez de una manera burda, el sistema feudal. De ese sistema iba a surgir un nuevo tipo de sociedad, cuyos centros de autoridad económica y social serían las burguesías locales. Pero sucedió que Castilla y Aragón —pero mucho más Castilla que Aragón— atravesaron los siglos feudales en guerra contra el árabe, lo que dio lugar a un estado casi perpetuo de tensión militar constante, y con ello se aumentó y se prolongó la importancia del noble que llevaba sus hombres a la guerra, y eso obligó a los reyes castellanos y aragoneses —pero más a los primeros que a los segundos— a conceder a sus nobles guerreros privilegios que iban perdiendo los nobles de otros países europeos.
Desde los tiempos de Alfonso X el Sabio (nacido en 1221 y muerto en 1284, la nobleza guerrera y latifundista castellana comenzó a obtener favores reales en perjuicio de los productores y los comerciantes de la lana, que fue durante toda la Baja Edad Media española el producto más importante del comercio de Castilla. Al finalizar el siglo XV, precisamente cuando se hacía el descubrimiento de América, los Reyes Católicos se veían en el caso de reconocer esos privilegios que tenían más de dos siglos, porque toda la organización social de Castilla descansaba en ellos. La nobleza guerrera y latifundista castellana llegó al final del siglo XV convertida en el poder superior de la Mesta, que era la organización tradicional de los dueños del ganado lanar del país; y al tener en sus manos el control de la Mesta, esa nobleza monopolizaba en sus orígenes la producción de la lana, con lo cual impidió que se desarrollara la burguesía lanera, que había sido el núcleo más fuerte de la burguesía castellana. La burguesía lanera había luchado contra esa situación de sometimiento, pero había sido vencida, y cuando comprendió que no podía enfrentarse a la nobleza trató de convertirse a su vez en nobleza, ejemplo que siguieron otros grupos de burguesía más débiles que ella. Fue de esos núcleos de ex-burgueses de donde salió la llamada nobleza de segunda o pequeña nobleza de España.
Mientras los latifundios de los nobles guerreros quedaban vinculados al hijo mayor mediante la institución del mayorazgo —lo que evitaba la partición de las grandes propiedades y aseguraba la permanencia de la nobleza al frente de ellas—, los restantes hijos de los nobles —los llamados segundones— tomaban otros canales de ascenso hacia la preeminencia social: el sacerdocio, la carrera de las armas, las funciones públicas. Pero sucedía que los que no eran nobles y aspiraban a entrar en su círculo tomaban también esos canales de ascenso. Fue esa la razón de que Castilla produjera nobles, cardenales, obispos, canónigos, guerreros, funcionarios, pero muy pocos burgueses. Y resultaba que sin tener una burguesía que supiera cómo organizar la producción y la distribución de bienes de consumo, que tuviera capitales de inversión y supiera cómo invertirlos de la manera más provechosa, era imposible que un país se convirtiera en un imperio, precisamente al finalizar el siglo XV y comenzar el XVI, es decir, cuando ya el sistema feudal había quedado disuelto en Occidente.
Debido al papel dominante que iba a tener Castilla en España, su situación de retraso económico y social se extendería a gran parte de Aragón, si bien Cataluña y Valencia conservaron núcleos de burguesía urbana, aunque no tan desarrollados como en otros lugares de Europa. Eso es lo que explica que España apenas tuvo un Renacimiento, pues el Renacimiento fue la flor y el perfume de la burguesía italiana, y tal vez más específicamente, de la burguesía de Florencia. Todo el esfuerzo que se ha hecho, y el que pueda hacerse en el porvenir, por presentar el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo como el producto de un Renacimiento español, carecen de base histórica. Colón es un hombre del Renacimiento italiano, pero la participación de España en el Descubrimiento no tiene nada que ver con el Renacimiento; no se debió a la ciencia cosmográfica española, ni a la organización marítima de Castilla, ni a la superioridad de sus navegantes; no se debió a la riqueza del reino de Isabel y ni siquiera a la de los reinos unidos de Castilla y Aragón. La causa es de otro orden.
Cristóbal Colón llegó a España a pedir que se le ayudara a buscar un camino corto y directo hacia la India —no a descubrir un mundo nuevo, cuya existencia no sospechaban ni él ni nadie— debido a que España era el país líder de Europa; y España era ese país líder porque Europa era un continente católico, y durante ocho siglos, en ese continente católico, España había sostenido la guerra contra el infiel, que era el árabe. Fue, pues, la misma causa que impidió el desarrollo de la sociedad española —y, sobre todo, castellana— lo que le dio la preeminencia europea, más destacada precisamente en los días en que Colón llegó a hablar con la Reina Isabel; esto es, en los días en que los nobles guerreros y latifundistas de Castilla peleaban frente a los muros de Granada, última plaza fuerte del infiel en Europa.
En camino hacia la India, Colón tropezó con América, y eso no estaba ni en los planes del Descubridor ni en los de Isabel y Fernando. Un puro azar había puesto sobre España una responsabilidad de dimensiones hasta entonces desconocidas en la Historia. Dado el paso del Descubrimiento, absolutamente inesperado, España —y en España Castilla— tuvo que dar el paso siguiente, que fue el de la Conquista. Y para eso no estaba preparado el país conquistador. No estaba preparado porque no era una sociedad burguesa, y sólo una sociedad burguesa hubiera podido explotar el imperio que había caído en manos de España; y no lo estaba, porque sin haber producido una burguesía, España —y especialmente Castilla— estaba viviendo una dualidad entre pueblo y Estado, o lo que es lo mismo, entre los castellanos y su Reina, y también entre Aragón y Castilla.
Para el hombre del pueblo de Castilla, que fue a la conquista de América, ya no regían los hábitos sociales del sistema feudal. Ese hombre quería enriquecerse rápidamente, y no era ni artesano ni burgués; no sabía enriquecerse mediante el trabajo metódico. Su conducta desordenada en tierras americanas era, pues, producto de su actitud de hijo de un intermedio entre dos épocas. Pero Isabel, que no era la Reina de un estado burgués, y con ella muchos sacerdotes como Las Casas y Montesinos, tenía los principios morales de una católica sincera, y condenaba lo que sus subditos hacían en las regiones que se iban descubriendo. Fernando, en cambio, católico y rey de un Estado en el que ya había burguesía, no podía compartir los escrúpulos de Isabel, aunque los respetara, sobre todo mientras la Reina vivió.
España, pues, descubrió y conquistó un imperio antes de que tuviera la capacidad física y la actitud mental que hacían falta para ser un país imperialista; y esa contradicción histórica se acentuó con la expulsión de los judíos, ocurrida precisamente en los días del descubrimiento de América, y las posibilidades de desarrollarse más tarde a través del paso gradual y lógico de país artesanal a país industrial se perdieron con las sucesivas expulsiones de los moriscos. Así, en los esquemas socio-económicos de España se presentó un vacío que nadie podía llenar. Puesto que no había burgueses que aportaran capitales y técnicas para administrar el imperio, el Estado debió hacerlo todo, lo que explica que Fernando tuviera que ocuparse hasta de dar Cédulas Reales para que se enviaran ovejas, caballos y vacas a América. En ese contexto se explica el mercantilismo como una necesidad impuesta por las circunstancias históricas. La riqueza metálica y comercial tenía que ser controlada por el Estado a fin de llenar el vacío que había entre la composición socioeconómica de España y su organización imperial; y el monopolio del comercio con América es sólo un resultado natural y lógico de ese estado de cosas.
Los historiadores y sociólogos latinoamericanos que culpan a España por esas medidas, no alcanzan a darse cuenta de que España se hallaba cogida en una trampa histórica y no podía hacer nada diferente, y los escritores españoles que se empeñan en probar que América le debe tanto y más cuanto a España, y para demostrarlo presentan un catálogo de las medidas favorables a América que tomaron los Reyes Católicos, no alcanzan a comprender que los Reyes actuaban así porque no había diferencias entre un territorio americano y uno español. Para esos Reyes y sus hombres de gobierno, América era igual a Castilla o a Aragón, no un imperio colonial destinado a enriquecer una burguesía española que no existía. Sólo podemos ser justos con los reyes de esos días si nos situamos en su época y dejamos de ver sus actos con los prejuicios de hoy.
Si el Estado español representó en el Caribe una conducta moral frente a los desmanes de sus subditos peninsulares, se debió a,que actuó adelantándose a su propio tiempo histórico. Al terminar el siglo XV y comenzar el XVI, el Estado Español seguía rigiéndose por los principios religiosos que habían gobernado la Ciudad de Dios en el Medioevo de Europa, y ni los reyes ni sus consejeros hubieran concebido que esos territorios de ultramar podían ser dados a compañías de mercaderes para que los usaran con fines privados, cosa que harían un siglo y un tercio después Inglaterra, Holanda y Francia. Fue Carlos V, el nieto de los Reyes Católicos, el primer soberano español que capituló con una firma de banqueros alemanes la conquista de una porción del Caribe; y Carlos V había nacido y crecido en Flandes, país donde la burguesía estaba muy desarrollada, punto que hay que tener en cuenta a la hora de hacer juicios sobre las relaciones de España y sus territorios de Ultramar.
En el primer siglo que siguió al Descubrimiento los dominios españoles en el Caribe fueron molestados por Holanda, por Inglaterra, por Francia. Pero ninguno de esos dominios le fue arrebatado a España. Las flotas españolas eran asaltadas por los corsarios holandeses, ingleses y franceses, y muchas fundaciones fueron atacadas y algunas destruidas. Sin embargo, los corsarios y los piratas no ocuparon tierras. ¿Por qué? Pues porque ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia eran todavía imperios en propiedad. Lo que le sucedía a España en el 1530 les sucedía también a esas naciones, que no disponían de capitales para invertir en el Caribe ni de ejércitos para desafiar él poder español. Ahora bien, esos países estaban desarrollando ya fuerzas sociales que España no había podido desarrollar —debido a su prolongada guerra contra los árabes, como hemos dicho antes— y eso les permitiría estar, a su hora, en condiciones de actuar como imperios antes que España.
Si España hubiera dispuesto de un mercado interno capaz de consumir los productos del Caribe, o si hubiera tenido relaciones comerciales con Europa para vender esos productos en otros países, España habría desarrollado en el Caribe una burguesía francamente industrial —con las limitaciones de la época, desde luego— a base de la industria del azúcar, por ejemplo, puesto que el azúcar comenzó a fabricarse en la Española en los primeros años del siglo XVI. Pero España no tenía ese mercado. España se había adelantado políticamente a Europa y sin embargo iba detrás de ésta en desarrollo de su organización social. Los guerreros de Castilla habían tomado el lugar de los burgueses que no se habían formado, y sucedía que los guerreros podían guerrear, pero no podían comerciar; estaban hechos a la medida de las batallas, no a la medida de las negociaciones en el mercado.
Al llegar el 1600, y a pesar de que para esa fecha había sacado de América riquezas metálicas abundantes —sobre todo de Méjico y del Perú—, España tenía en América la organización política y administrativa de un imperio, pero no era imperio. En cambio, a esa fecha los países que aspiraban a suplantar a España en el Caribe tenían las condiciones internas indispensables para ser imperios y les faltaban las condiciones externas, esto es, el territorio imperial. Así, para el 1600 España dominaba la base exterior de un imperio pero carecía de la base interior, mientras que Holanda, Inglaterra y Francia disponían de la base interior y carecían de la exterior.
Ahora bien, la base exterior del imperio español es un concepto que no podía aplicarse al Caribe en su totalidad. Por ejemplo, fue en 1523 cuando se fundó en Venezuela el primer establecimiento de población, y fue en 1528 cuando el Trono capituló por primera vez para una colonización de Venezuela. La capital de esa gobernación —la ciudad de Tocuyo— vino a ser establecida en 1546. En 1562 se estimaba que en Venezuela había sólo 160 vecinos, esto es, familias españolas; en 1607 llegaban a 740.
Las costas de Puerto Rico podían verse desde la costa de la Española y la conquista y la colonización de la Española había comenzado a fines de 1493; sin embargo, la primera expedición sobre Puerto Rico se inició, y sólo con 50 hombres, en 1508, esto es, quince años después de haberse comenzado la conquista de la Española. Fue en 1511 cuando Diego Velázquez, colonizador de Cuba, llegó a la isla mayor del Caribe, que estaba a un paso de la Española. En 1540, la población de La Habana era de 40 vecinos casados y por casar, indios naborías naturales de la isla, 120; esclavos indios y negros, 200; un clérigo y un sacristán. Fue en 1584 cuando se fundó en Trinidad la primera población española, San José de Oruña, y Trinidad era una isla importante, la quinta en extensión de las Antillas, y estaba en el paso natural para las salidas del Orinoco y la costa venezolana del Caribe. Las pequeñas islas de Barlovento no fueron ni siquiera tocadas por España.
Si no tomamos nota de esa situación de debilidad militar y económica de España en el Caribe durante todo el siglo XVI, no será fácil comprender por qué los holandeses, los franceses y los ingleses pudieron penetrar la región y establecer allí su frontera imperial.
Tenemos, pues, que en el Caribe se dieron estas condiciones: su pobreza en oro o en otros metales, mucho más si se compara con la riqueza de Méjico y del Perú en esos renglones, le impedía proporcionarle a España el tipo de riqueza que ella necesitaba, si se exceptúan, hasta cierto punto, los criaderos de perlas de Cubagua, Margarita y los situados frente al istmo de Panamá; poblado en varios de sus territorios por indios caribes, que lucharon durante tres siglos defendiendo sus tierras, el Caribe no se ofrecía como una región fácil de conquistar; por último, el Caribe había sido descubierto y conquistado por un país que tenía capacidad política y cierto grado de capacidad militar, pero no tenía la capacidad económica ni la capacidad social que hacían falta para desarrollar la zona como empresa colonial. Agregúese a esto que en el momento en que España debía aplicar su mayor capacidad colonizadora en el Caribe, se descubrieron Méjico y el Perú, tierras fabulosamente ricas en metales, y España, necesitada de esos metales para suplir con ellos su falta de capital y para adquirir productos de consumo, se vio en el caso de concentrar toda su atención en esos países nuevos. Así, pues, el vacío de poder que mantenía España en el Caribe se acentuó de manera dramática.
Al mismo tiempo sucedía que durante el siglo XVI otros países de Europa, como Francia, Holanda e Inglaterra, acumulaban capitales, desenvolvían su organización social, fortalecían sus poderes centrales y creaban fuerzas militares, y se desarrollaban en su seno mercados consumidores de productos tropicales.
Podemos advertir, pues, que mientras en el Caribe se formaba un vacío de poder, en Europa se creaban las fuerzas que podían llenar ese vacío. Cuando la potencia que dominaba en el Caribe —España— chocó en Europa con las que podían llenar el vacío, esas potencias acudieron al Caribe. Las fronteras españolas no estaban, en el doble sentido militar y económico, en la península de Iberia; estaban en el Caribe, y además, allí estaba el punto más débil de esa frontera. Allí era donde los nacientes imperios, que aspiraban a sustituir a España, podían obtener lo que necesitaban, tierras tropicales que se podían poner a producir con trabajo esclavo; allá era donde estaban los lugares más vulnerables en la muralla militar de España; y además esos territorios del Caribe podían servir de bases para cualesquiera planes ulteriores contra el imperio español de tierra firme.
Podemos decir con toda propiedad que fue en el siglo XVIII, pasado el 1700, cuando España comenzó a ser imperio en el Caribe, pero no ya en la totalidad del Caribe sino en lo que le había quedado allí después de las desgarraduras hechas en sus posesiones por sus enemigos europeos. Un siglo antes de eso, del 1601 en adelante, era tanta la debilidad de España en el Caribe que al comenzar el siglo abandonó casi la mitad occidental de la Española porque no podía enfrentarse con los traficantes holandeses y franceses que operaban en la isla. A mitad del siglo estuvo a punto de perder la porción más rica de esa isla, el valle del Cibao, cuando en 1659 una columna de piratas tomó la ciudad de Santiago de los Caballeros. Al firmar la paz de Nimega en el año 1679, España no hizo reclamaciones contra la existencia de un establecimiento francés en la isla, y poco más de un siglo después le cedía a Francia la parte ocupada por ella.
En 1653 hacía treinta años que no iba a Trinidad un barco español autorizado para llevar mercancías o para sacar frutos de la isla; en 1671 el gobernador de Trinidad comunicaba al Consejo de Indias que para defender la colonia en caso de ser atacada por algún enemigo sólo disponía de 80 indios españolizados y de 80 vecinos españoles; y debemos suponer que entre esos españoles una parte importante era nacida en la isla, puesto que hacía treinta años que no iba un buque español. En 1655 Jamaica estaba tan desguarnecida y tan escasamente poblada de españoles o criollos, que cayó con relativa facilidad en manos de los soldados ingleses que unos días antes habían sido derrotados en Santo Domingo.
Hay que tener en cuenta que esos hechos sucedían en el siglo XVII, es decir, en algunos casos a más de ciento cincuenta y en otros a doscientos años después de haber comenzado la conquista española. En esos tantos años no había habido en la región aumento apreciable de la población nacida en España, si no de la nacida en el Caribe. El mestizaje había comenzado muy temprano. En 1531 había en Puerto Rico 57 españoles casados con blancas y 14 con indias, y es de suponer que el número de matrimonios mixtos debía ser mayor en la Española. Los hijos mestizos eran ya criollos, como lo serían también los hijos de español y española nacidos en las Indias. Doscientos treinta y cuatro años después había en Puerto Rico 39.849 hombres y mujeres libres, entre blancos, pardos y negros, de los cuales hay que suponer que por lo menos la mitad de los blancos, una porción importante de los negros y la totalidad de los pardos habían nacido en la isla. Pero debemos observar que Puerto Rico fue convertido desde temprano en un bastión militar español, por lo cual se enviaban soldados de la península, lo que no sucedía en otros puntos del Caribe.
La afluencia de españoles peninsulares al Caribe era muy escasa en el siglo XVI. En una época tan avanzada como el siglo XVIII, cuando ya gobernaban en España los Borbones y se había adoptado una política para conservar lo que había quedado del imperio, llegaron a la Española 483 familias canarias en cuarenta y cuatro años, esto es, entre el 1720 y el 1764. La proporción anual, como puede verse, era de once familias, y no hay que olvidar que para entonces España era efectivamente un imperio en el Caribe.
Esto quiere decir que entre 1493, cuando comenzó la conquista del Caribe, y los primeros años del 600, cuando empezó la conquista de las islas caribes por parte de ingleses, holandeses y franceses, hubo más de un siglo de posesión efectiva o legal por parte de los españoles, y en todo ese tiempo la población del Caribe creció con muy poco aporte peninsular. De esa población, una parte se rebelaba contra España porque no se consideraba española o porque consideraba que los españoles eran enemigos. Los rebeldes eran siempre indios o negros esclavos y a veces mezcla de indios y negros. Pero otra parte se sentía española y defendía el poder español cuando éste era atacado por filibusteros o corsarios; y esa parte fue decisiva en los combates que se libraron más tarde contra ejércitos invasores extranjeros, por ejemplo, contra los ingleses en Santo Domingo y contra ingleses y holandeses en Puerto Rico.
Estamos, pues, en el caso de decir que cuando España fue realmente imperio en el Caribe, fue un imperio sostenido por los hijos de aquellas tierras, no por tropas españolas, y entre esos hijos del Caribe los había que no eran blancos. Al conocerse en Santo Domingo que España había cedido a Francia la parte española de la isla —lo que hizo mediante el Tratado de Basilea, el 22 de julio de 1795— una negra nacida en el país murió de la impresión al grito de "¡Mi patria, mi querida patria!" No puede haber duda de que al decir "mi patria" aludía a España.
Al estallar la "guerra de la oreja de Jenkins" [1] , declarada a España por Inglaterra el 19 de octubre de 1739, los buques de corso armados en el Caribe y comandados y tripulados por criollos hicieron daños cuantiosos a los ingleses. Esos corsarios criollos habían estado operando desde mucho antes y siguieron operando largos años después. En esos años se destacaron capitanes corsarios del Caribe, como el llamado Lorencín, de Santo Domingo, y el mulato puertorriqueño Miguel Henríquez, de oficio zapatero, que llegó a ser condecorado por Felipe V con la medalla de la Real Efigie y armó a sus expensas una expedición para desalojar a los daneses de las islas Vírgenes.
Eso de que las bases humanas del imperio español en el Caribe estaban fundadas en un sentimiento natural de los nacidos en el Caribe llegó tan lejos que en 1808 los dominicanos hicieron la guerra a las tropas francesas que ocupaban la antigua parte española de la isla, pero no para declararse independientes si no para volver a ser colonos españoles. Con la excepción de Venezuela y Colombia, donde había habido conspiraciones contra España, en todos los territorios españoles de la región del Caribe los pueblos daban sustento al imperio.
Pero no queríamos llegar tan lejos en el tiempo. Para lo que vamos diciendo debemos volver a los años de los 600. En ese siglo XVII todavía España no tenía, por lo menos en el Caribe, las estructuras internas de un imperio. A no ser porque los criollos de diversas razas y colores los defendieron, muchos territorios españoles del Caribe hubieran caído en manos inglesas, como cayó Jamaica y como más tarde cayó Belice y como estuvo a punto de caer la costa oriental de Nicaragua, donde los ingleses fueron dominantes hasta fines del siglo pasado.
En las luchas de los imperios en el Caribe participaron los criollos, y esto sucedió no sólo en las tierras españolas sino también en las de ingleses y franceses. Pero la mayor decisión estuvo de parte de los criollos españoles, aunque no fueran blancos. Los defensores más tenaces del gobierno español en Jamaica fueron algunos criollos y los negros esclavos de criollos y españoles. Esos negros se mantuvieron peleando en las montañas muchos años después que el último español había abandonado las costas de Jamaica.
En sus luchas contra el español, los indios de las islas fueron al fin vencidos y luego desaparecieron, totalmente exterminados, por lo menos como raza y cultura. Igual les sucedió a los caribes de Barlovento en su batalla de casi dos siglos con ingleses y franceses. Pero los negros africanos llevados como esclavos, y muchos de sus Hijos y nietos, no se resignaron a su suerte y se convirtieron en el explosivo histórico del Caribe. Al cabo del tiempo, sobre todo en las islas donde vivieron forzados por el látigo, acabaron siendo o una parte importante o la mayoría de la población; de manera que al andar de los siglos a ellos les ha tocado o les tocará ser los amos de las tierras adonde fueron conducidos por la violencia. A ellos tiene que dedicarse un capítulo especial de la historia del Caribe, y en este libro habrá muchas páginas destinadas a sus rebeliones, algunas de las cuales —como la de Haití— es una verdadera epopeya. También, desde luego, habrá capítulos dedicados a las rebeliones indias, puesto que ellos combatieron hasta la muerte contra los imperios.
Este libro está destinado a ser sólo un recuento de las agresiones imperiales que se han producido en el Caribe, fueran hechas por grupos aislados —como piratas, filibusteros, corsarios— o por ejércitos imperiales; será además un recuento de las luchas de indios y negros provocadas por la opresión y la explotación de los imperios; será un recuento de las agresiones hechas por los imperios a los pueblos independientes.
Para poder hacer evidentes todos los episodios de esas luchas —que son en fin de cuenta las innumerables crisis de las políticas imperiales en el Caribe— se requiere un orden, no meramente cronológico, si no imperial, es decir, un orden que se ciña al que siguió cada uno de los imperios en sus actividades por las tierras del Caribe.
En el caso de los corsarios, piratas y filibusteros, eso no es fácil, dado que a menudo sus ataques no eran descritos en documentos oficiales y ni siquiera en relatos privados.
El primero de los imperios que entró en el Caribe fue España, así se tratara de un imperio a medias; el último fueron los Estados Unidos.
El Caribe comenzó a ser frontera imperial cuando llegó a las costas de la Española la primera expedición conquistadora, que correspondió al segundo viaje de Colón. Eso sucedió el 27 de noviembre de 1493. El Caribe seguía siendo frontera imperial cuando llegó a las costas de la antigua Española la última expedición militar extranjera, la norteamericana que desembarcó en Santo Domingo el 28 de abril de 1965.
Como puede verse, de una fecha a la otra hay cuatrocientos setenta y cuatro años, casi cinco siglos. Demasiado tiempo bajo el signo trágico que les imponen los poderosos a las fronteras imperiales.
pp.11-33
[1] En Inglaterra se llamó a la de 1739 "guerra de la oreja de Jenkins" porque un marinero inglés de este nombre fue llamado a declarar ante un comité de la Cámara de los Comunes acerca de la circunstancia en que, años antes, unos españoles le habían arrancado una oreja.